Premio a la vida y obra
de un periodista


Elvira, Plinio, Consuelo y Soledad Mendoza

Al recibir el Premio Simón Bolívar destinado a la vida y obra de un periodista, Elvira, Soledad, Consuelo Mendoza y yo experimentamos un sentimiento de gratitud, que es obvio, y a la vez otro que se parece al desconcierto. Son de talla tan alta los antecedentes de esta recompensa, que mis hermanas y yo llegamos a preguntarnos si ella no constituye un traje demasiado grande para vestir nuestros méritos profesionales.

Como ustedes bien lo saben, compatriotas muy ilustres han recibido este premio. Colombianos como Alberto Lleras, por ejemplo, cuya limpia vida de periodista y hombre público, al servicio de su país en horas cruciales y al servicio de la democracia en América, le asegura ya, en el crepúsculo de una vejez solitaria y digna, un lugar incuestionable en nuestra historia.

Colombianos como Gabriel Cano, Roberto García-Peña, Alejandro Galvis Galvis, Álvaro Gómez Hurtado o Juan B. Fernández, que supieron proseguir la tradición colombiana de un periodismo cotidiano, vertical y vigilante, sustentado en fervorosas convicciones políticas y destinado a fiscalizar, desde perspectivas opuestas, la gestión del poder.

Solo hace menos abrumador para nosotros el peso de estas notables referencias, el hecho de que el Premio Simón Bolívar, por explicita voluntad del Jurado, tenga este año también el sentido de un homenaje a la memoria de Plinio Mendoza Neira, nuestro padre, cuya vocación periodística heredamos casi como una fatalidad ineludible. El premio así otorgado cubre, pues, dos generaciones. No es un hecho excepcional en un país que ha sido marcado por grandes dinastías de periodistas, al lado de las cuales lo nuestro es apenas un modesto clan.

¿Cómo no evocar, al hablar de ellas, a los Cano, que llegan hoy a la cuarta generación de periodistas, sin haber perdido, en un siglo de combates, nada de la intransigencia democrática y del rigor en la defensa de los derechos humanos, que estaban ya en la pluma y el tintero de don Fidel Cano?

¿Cómo no mencionar a los Santos —tan antiguos y entrañables amigos nuestros— cuya tercera generación le ha puesto hoy blue jeans, humor y juventud a esa pasión por la libertad, a ese horror por despotismos y atropellos, que Albert Camus, en un discurso memorable, exaltaba ya en la vida de Eduardo Santos?

¿Cómo, hablando de dinastías profesionales, no recordar que hoy recibe un premio importante Mauricio Gómez, nieto de Laureano Gómez e hijo de Álvaro Gómez Hurtado, miembro de una familia cuyas convicciones políticas, opuestas a las nuestras, han ardido durante cinco décadas en las páginas de un periodismo de combate?

Así, pues, nuestro modesto clan se inscribe en una tradición antigua y casi artesanal del oficio periodístico en Colombia: en algo que podía figurar como señas particulares en la carta de identidad del país.

De esa tradición, y muy especialmente de los compromisos que ella implica para nuestra asediada democracia, quisiéramos decir unas cuantas palabras.

Con ocasión de este premio, alguien ha dicho que poco faltó para que los Mendoza naciéramos en una imprenta. Y poco faltó, en realidad. Soledad García fue una estrella que ardió con luz viva y fugaz en aquella Colombia de los años treinta, de Olaya y de López, dejando en poetas, políticos y periodistas, en sus amigos de la izquierda y en sus adversarios de la derecha, el recuerdo estremecido de nostalgias de una mujer de combate, joven, alegre y excepcional. Si su marido y amigos conseguían con esfuerzo apartarla de su máquina de escribir para que fuera a dar a luz a una clínica, no pudieron, en cambio, evitar que en los biberones a sus hijos se colara algo del olor y, quizás, del sabor de la tinta de imprenta.

A ella le debemos que nuestro más remoto recuerdo haya sido el ruido desvelado de una máquina de escribir en el silencio de la noche. Y cuando ese ruido, de manera prematura, se calló para siempre, quedamos, niños aún, enteramente a merced de un padre desmesurado, desordenado y generoso, de un fastuoso derrochador de energías, de un elegante y formidable demoledor de obstáculos, de un hombre de simpatía peligrosísima, que sentía por la letra impresa, como otros la tienen por el juego o por el alcohol, una pasión devastadora.

Hombre público, ministro y diplomático, la pasión más constante de este hombre inconstante fue, en efecto, la pasión periodística. Apenas conseguía su vendimia de artículos, de reportajes o poemas, Plinio Mendoza Neira adoraba vigilar los hornos donde estas cosas se cuecen para ser servidas al público: las imprentas. Adoraba el olor de la tinta, el olor de las resmas de papel, el tintineo ligero de los linotipos, el jadeo profundo de las rotativas, el golpe final de la cuchilla refiladora cuando cae sobre pilas de revistas, frescas como panes recién sacados del horno.

Pues bien: esa pasión, por obra de su propia desmesura, la heredamos sus hijos. Y lo demás no ha sido en la vida, como diría mi amigo Jorge Semprún, aquí presente, sino coser y cantar.

Solo que los tiempos no están hoy para coser y cantar. Nuestro oficio, que ha respirado siempre la atmósfera de humor y fraternidad un tanto bohemia de las salas de redacción, se viste de profundas responsabilidades en la Colombia de hoy.

En aquella Colombia de otros tiempos, que pese a sus guerras civiles tenía, en este continente de caudillos y generales, la imagen culta, ligeramente polvorienta y romántica de un intelectual de provincia, nuestro oficio podía todavía ser asunto de coser y cantar.

Pero no hoy. Hoy, como todo el Tercer Mundo, y muy especialmente como la parte más evolucionada y rica en tensiones y exigencias de ese Tercer Mundo, nuestro país ha entrado en una zona de turbulencias políticas y sociales.

El problema, como la muerte, puede enunciarse de una manera simple y brutal. No disponemos de lo necesario para vivir. Y nuestro ingreso está distribuido con extremada desigualdad. La latente inconformidad que este hecho produce en el subsuelo social del país, se expresa en un espeluznante abanico de traumas. Se expresa en términos de violencia e inseguridad, y en la peligrosa tentación de alternativas extremas, polarizadas, encaminadas unas a seducir a los sectores empobrecidos y otras, a los sectores dirigentes asustados. Son unas y otras opciones de fuerza. Unas y otras menosprecian la libertad y toman por cosa de poco valor nuestra imperfecta pero indispensable democracia. “Las verdades de ayer están muertas y falta edificar las de mañana —decía Saint Exupéry—. A falta de evidencias para imponerse, las religiones políticas hacen un llamado a la violencia”.

Políticamente los latinoamericanos solo hemos patentado el invento del caudillo. En el campo de las ideas, hemos sido siempre colonizados. Bolívar fue el más grande de nuestros hombres porque supo adaptar su estrategia militar y sus propuestas a nuestra realidad americana, elevándose sobre quienes solo pretendían importar modelos institucionales y empirismos filosóficos de la Revolución francesa. Su enseñanza, sin embargo, se ha perdido. Para hacer frente a problemas que no son propios, pretendemos seguir recogiendo manzanas podridas en los huertos ideológicos de Europa.

Así, hoy a nuestras clases dirigentes se les están vendiendo soluciones de fuerza y represión, que en Europa fueron ideologizadas por diversas formas de fascismo. A las clases empobrecidas se les ofrece una alternativa marxista-leninista históricamente deformada por Stalin, que hoy —bastaría recordar apenas lo que ocurre en Polonia— plantea, contrariamente a lo que preveía Marx, la opresión absoluta de la nación por parte del Estado.

Así, pues, una vez más, los latinoamericanos somos colonizados por mitos. La alineación consiste en ofrecernos como propuesta, no la realidad, tal como es, terriblemente impugnable, sino sus espejismos teóricos.

Del camino pavimentado de horrores de estas dos ideologías, tenemos hoy entre nosotros a un testigo de excepción. Me refiero a Jorge Semprún.

Jorge tendrá que perdonarme la indiscreción de hablar de él y de la intensa aventura de su vida, pues ella contiene una parábola útil para nosotros. Hijo del exilio, hijo de la República española, Jorge Semprún salió de un liceo de París para tomar las armas de la Resistencia francesa. Fue guerrillero a los 20 años. Fue detenido. Fue torturado por la Gestapo. Fue transportado a través de Europa, durante cuatro días y cuatro noches, en un tren alucinante donde la gente moría de pie, y confinado en el campo de concentración de Buchenwald. Vio aquello que ustedes solo han visto en el cine. Vio el fondo de la noche. Vio el horror.

Luchando contra el fascismo, Semprún se hizo comunista. Fue un comunista ejemplar y alienado —y lo conocí en aquella época— que escribía poemas a la gloria de Stalin y adelantaba en España una acción clandestina, muy peligrosa para su vida, como dirigente de su partido. Jorge, ¿cuántos pasaportes falsos, cuántos nombres que ya has olvidado, cuántos riesgos, cuántas aventuras? Pero he aquí que un día, tras la abnegación de tus compañeros de lucha, tras las consignas rituales de tu partido, tras la mitología alienada de las mañanas que cantan, descubriste con estupor la realidad del poder comunista. Allí, los privilegios de la burocracia dominante, allí los organismos de seguridad vigilándolo todo, allí las purgas, allí el viejo amigo y luchador obligado a la delirante confesión de traiciones no cometidas, fusilado en Praga, sus restos incinerados, convertidos en ceniza, y la ceniza dispersada en la nieve.

Desde entonces Semprún, como muchos intelectuales de izquierda europeos, ha lanzado un grito de alarma. El mundo que se nos propone a los países pobres, como sustitutivo de nuestras miserias, es un regreso a la noche medioeval: el Estado es asfixiante, las diferencias sociales agudas, la represión abrumadora y los fueros individuales arrasados por completo.

@**@Comparadas con la guerra civil desencadenada contra el campesinado en la URSS a comienzos de los años treinta —dice Semprún— las luchas de clase de Occidente son cenas de gala. Comparada con la estratificación de los privilegios sociales en la URSS, con la desigualdad social real, la de Occidente no es sino un cuento de hadas@**@.

Esto no lo dice un burgués, sino un viejo militante revolucionario. Como él, hay quienes buscan en la izquierda latinoamericana —y al decirlo, pienso en Teodoro Petkoff y en mis amigos venezolanos del MAS— un socialismo no alienado, un socialismo no pervertido, un socialismo compatible con la libertad.

Pero, ¿a qué viene —se preguntarán ustedes— esta digresión? ¿Qué relación tiene con una ceremonia de entrega de premios a periodistas colombianos?

He sido extenso y debo terminar.

La digresión está encaminada a mostrar las responsabilidades de nuestro oficio en el momento actual del país.

Queríamos decirles a nuestros compañeros periodistas que Europa, como lo preveía Camus, asiste a la muerte de las ideologías que se postulan como una representación total del mundo. Allí una visión crítica del mundo capitalista —con sus flagrantes durezas, enajenaciones e injusticias— no implica un salto al vacío. Allí, una información lúcida, objetiva, analítica y diaria de la prensa ha logrado disipar el humo de los credos y mitologías para solo mostrar la cara de realidad y denunciar lo que en ella es denunciable. Lo mismo podemos hacer nosotros.

Dirán algunos que esta libertad es un lujo de ricos, que el hambre no nos da tiempo de analizar críticamente las llamadas alternativas revolucionarias. No lo creemos así. En el desierto, según parece, el hambre y la sed hacen ver espejismos. Y el espejismo puede ser alentador, puede suscitar alegres esperanzas.